Celia se sienta a mi lado en la mesa del comedor social. Cuando me pregunta si todo me va bien, no sé cómo, pero las lágrimas acuden de inmediato a mis ojos inundándolos. Alguna consigue escapar por una de mis mejillas, otras caen sobre la bandeja de comida a pesar de mis esfuerzos por controlar mi desesperación ante un nuevo golpe. Celia, que también tiene problemas graves, se calla y mira su bandeja. Se ha entristecido por mi tristeza, y ya no es capaz de contarme más que sigue sin cobrar los meses que le debe "la señora" de una de las casas en las que ha trabajado tanto tiempo y que esto le impide volver a Bolivia. Le explico que me han condenado en el juicio de mi comunidad de propietarios y que me he enterado de ello el lunes, que es una sentencia injusta y que no debo la cantidad que me obliga el juez a pagar, que la resolución judicial supone estar otra vez con un pie en la calle porque no tengo dinero, tampoco abogado que me defienda y se va a subastar mi casa.
Antonio Ariño Ramis
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